La pirámide de limones/

Siempre había que estar espantándole las moscas. Cuando estaba allí sentado no hacía caso a nada. Amanecía temprano, caminaba con lentitud hacia la sala de las bibliotecas; con los ojos achinados y las manos tanteando el lomo de los libros recorría, con pasos vacilantes, la totalidad de la habitación hasta que, por fin, se detenía frente a un ejemplar cualquiera, sonreía y se marchaba con el libro bajo el brazo. Al pasar por nuestro lado era como si pasase un aire oloroso a limones. Nada más. Siquiera levantaba la mano y solo nos decía buen día si el azar lo hacía tropezar con nosotros.

Se sentaba al fresco, en el patio, bajo el gran limonero, cruzaba sus piernas y acomodaba sobre su regazo el libro. Lo que más leía era ciencia ficción. Aunque también gustaba mucho de la poesía. Era un gran lector. Pero no leía absolutamente todo lo que caía en sus manos. El diario, por ejemplo, solo lo agarraba para cortarle pedazos que luego usaba entre el pie y la media, era para no sufrir el frío, esto según Tía Eulogia que fue la única que alguna vez lo escuchó hablar.

Allí sentado pasaba las horas del día, se le llevaba en una bandeja el almuerzo, luego la merienda y por último la cena que apenas pellizcaba. Generalmente se le servía lo que fuese en sánguche para que no tuviese que dejar a un lado el libro, cosa que por otro lado no hacía y allí quedaban entonces los platos que terminaban devorando los perros. Al anochecer había que gritarle desde la puerta del lavadero que entrara, que hacía frío, que ya era imposible leer en esa oscuridad. Entonces él cerraba el ejemplar, miraba los limones, y emprendía el viaje de regreso a casa.

No sabríamos decir cuántos años sucedieron de este modo las cosas. Tío Alberto era poco menos que un fantasma. En todo estaba de acuerdo, en nada contradecía, comía sin protesta alguna lo que se le sirviese y jamás alteraba su sistemática existencia: cama, biblioteca, patio, patio, biblioteca, cama.
Ni qué hablar, hacía años que no salía de la propiedad familiar. Hubiera podido seguir así hasta los últimos días del juicio final si no hubiera ocurrido aquello que modificó la historia. 

Todo sucedió con la celeridad propia de las cosas imposibles.

Allí, sentado bajo el limonero, una noche de verano en que el aire apenas soplaba, estaba Tío Alberto cuando un limón se desprendió de una rama y cayó como una mano muerta sobre el libro que estaba leyendo. Éste cayó a tierra. La escena fue contemplada por todos nosotros ya que estábamos cenando afuera, como dije, era una noche insoportable. Tío Alberto se cruzó de brazos, su cara impávida, sus ojos siempre pequeños, su frente amplia y serena; con lentitud levantó la mirada hacia el gran limonero y se lo quedó mirando.
Así permaneció un tiempo hasta que abrió parsimonioso los labios y -previo carraspeo- ensayó un insulto tan terrible, sobrecogedor (permítanseme los sinónimos, ya verá el lector que son hijos de la necesidad y no del ocio narrativo), desmesurado y apocalíptico que de pronto la naturaleza aceptó la fijación de lo inverosímil en los parámetros crudos de la realidad, la voz creando un nuevo orden y las decenas de limones crujiendo en sus lugares, temblando. Oscilaron nerviosas y cayeron a tierra como un enjambre amarillento de abejas colosales. 

Tío Alberto quedó allí sepultado, bajo la pirámide de limones. El gran árbol desnudo, con sus ramas descoloridas y gigantes. Solo. Solo. Ahora por primera vez se podía mirar la luna, el patio había quedado desnudo. No hubo modo de mover aquella mole. Se llamó a la grúa municipal, se llamó a la dotación de bomberos, se llamó a quince muchachotes fornidos que entrenaban a diario en el gimnasio de la esquina: todo fue infructuoso. Aquella pirámide de limones no pudo ser movida.

No fue un hombre malo el Tío Alberto, no tuvo otra pasión en su vida que los libros. No prodigó jamás caricia ni al lomo fortuito de un perro. Nada. Cama, biblioteca, patio, patio biblioteca, cama. Nos repartimos turnos de cuatro horas donde, sentados en un cómodo sillón, le leemos a diario novelas y poesías. Empiezo yo a las ocho de la mañana -que era el horario en el que Tío Alberto solía comenzar su peregrinaje por las páginas de los libros-, me releva Tía Eulogia a las doce del día, le sucede prima Candelaria a las cuatro de la tarde, luego Pablito hasta las ocho de la noche y cierra siempre Macedonio que es el único que lo hace a desgano. Hicimos construir una cruz al lado de la pirámide de limones. Cuando ésta exuda un perfume más fuerte que el habitual sabemos que Tío Alberto nos está dando las gracias. Nunca lo tuvimos tan cerca.     

No hay comentarios:

Publicar un comentario